Muchas veces reprimimos nuestros deseos no por decisiones conscientes, sino por mandatos culturales profundamente introyectados. Entre varias estructuras sociales que coartan la experiencia erótica, el cuerpo está atravesado por mecanismos de poder que terminan por implantarnos la idea de desmerecer o temer al placer. Como menciona la autora, hay muchas formas de reivindicar el goce físico: la equidad, el consenso, la escucha y, desde luego, el orgasmo.
Por: Carolina Sánchez Hernández 1
En las últimas décadas, la arqueología feminista ha dado cuenta de los procesos históricos en que se ha encerrado, vigilado y mutilado el deseo de las mujeres, y con ellas, el de toda la humanidad. La construcción de mecanismos y dispositivos narrativos, morales, arquitectónicos, físicos, simbólicos, religiosos o farmacéuticos, utilizados como métodos de vigilancia, control y castigo, es vasta. Y, sin embargo, a lo largo de toda la historia, es posible documentar formas distintas de resistencia, ejemplos variados de acciones contestatarias que se negaron rotundamente a callar el deseo y que reivindicaron su placer orgásmico por todas aquellas a quienes, por generaciones, les fue arrebatado.
Pero encerrar el deseo de las mujeres y de las identidades no heteronormadas no sólo ha tenido consecuencias negativas para más de la mitad de la humanidad, sino que esta persecución ha moldeado las formas estructurales de la represión erótica de todas las personas. Los mecanismos de la violencia sexual, históricamente gestada en su mayoría por hombres, también se han vuelto contra sí mismos y continúan permeando las formas de socialización sexual de las generaciones contemporáneas.
Podríamos pensar la represión erótica como aquella estructura que, apoyándose de mecanismos sociales, se hace un lugar dentro de la conciencia del individuo para socavar su propio deseo, ya sea a través de la inhibición o de la culpa. En el marco de las sociedades actuales, es común escuchar que dicha represión ya no existe, que hablar de sexo y de placer es moneda corriente y que, en la era de las comunicaciones digitales, el altísimo volumen de información disponible hace innecesaria una discusión sobre la represión. No obstante, la vida cotidiana parece mostrar que hay formas represivas nuevas: mecanismos renovados de vigilancia, estándares tan altos y tan “virales” que derivan en estructuras nuevas de control social y sexual.
Es aquí donde se torna necesario un viraje epistemológico y político hacia el cuerpo: el cuerpo como experiencia, como el espacio físico donde se experimenta el goce, la excitación, y también el dolor y la enfermedad; el cuerpo como territorio perseguido y vigilado, antes por la Inquisición, ahora por el reel que explica la dieta del ayuno intermitente.
Sobre el merecimiento
¿Cuáles cuerpos merecen erotismo? Acudimos a una era de conductas obsesivas con la revisión milimétrica del cuerpo. Con el auge de los equipos de análisis de composición corporal, ahora se sabe con exactitud el porcentaje de grasa del brazo izquierdo. Como si no fuera suficiente el sometimiento del cuerpo a la mirada de odio frente al espejo, atizada por el aluvión publicitario de los cuerpos “perfectos”, ahora se tiene un gráfico segmentado de indicadores corporales que no pocas veces disparan las estadísticas sobre los trastornos de la conducta alimentaria. La sensación de no merecer afecto, goce, placer, amor, o siquiera ser sujeta o sujeto de deseo para alguien más, parece multiplicarse y ser fuente de sufrimiento para muchísimas personas. Estas situaciones no son únicamente de carácter psicológico, son sobre todo de carácter sociológico, porque emergen de las tendencias estructurales y de las narrativas difundidas colectivamente sobre los cuerpos.
El cuerpo es entonces un territorio constantemente asediado por dos grandes manifestaciones de coacción: la inhibición y la culpa. La primera se produce cuando la persona se convence a sí misma de que su cuerpo no produce ni merece deseo, pues lo considera “demasiado” alto, flaco, gordo, viejo; o porque posee manchas, celulitis, calvicie; o porque sus senos, genitales, estatura y contextura no tienen características socialmente demandadas dentro del “estándar” publicitario; o, bien, porque el propio cuerpo experimenta enfermedad, dolor o discapacidad. De ese modo, la sanción social por la expresión de la sexualidad es apabullante. Entonces la persona se inhibe de experimentar su deseo o de compartirlo con el deseo de alguien más. Pero, además de inhibirse, se convence profundamente de que expresarlo sería ridículo. Y esto último construye una coraza de vergüenza social que rodea las capas más íntimas de la vulnerabilidad humana, impidiendo usualmente que el erotismo tenga un lugar cotidiano en la experiencia de vida, contribuyendo así a sostener las estructuras de represión sexual.

En segundo término, aparece la culpa como manifestación de la vigilancia externa a que ha sido históricamente sometida toda expresión de placer. La culpa requiere ser diseccionada, como a un cadáver, para comprender sus mecanismos ancestrales de funcionamiento, que resultan altamente efectivos porque logran convencer a la conciencia del ser de vigilarse a sí misma. La culpa asociada al erotismo se convierte entonces en una conducta social incrustada en la psique, que integra una serie de prenociones sobre el cuerpo, cuyo origen puede ser religioso o no, pero cuyos mecanismos de acción imitan la tortura medieval: el látigo contra sí misma o sí mismo, lacerando la espalda una y otra vez, castigando la mirada, el instante de placer, el orgasmo, el escape furtivo o la expresión del deseo que ya no podía ser contenido, cuya fuga, según la culpa, denota indisciplina, falta de dominio de sí o, desde la mirada religiosa, pecado.
Cualquiera que sea el mecanismo, ambos son intentos de autoconvencimiento de que el placer sexual no se merece, “no debió ser”, y debe ser autosancionado, condenado y reprimido. En todo caso, la cantidad de energía invertida en reprimir el erotismo mantiene a gran parte de la humanidad en un estado de sometimiento colectivo o, como diría la periodista y escritora marroquí, Leila Slimani, en un estado de miseria sexual que les impide organizarse políticamente. Si no es posible reivindicar los derechos asociados a las esferas más íntimas de la vida —aquellos que interpelan al cuerpo y a su placer—, ¿cómo será posible convencernos de que merecemos todos los demás derechos?
Sobre el tiempo
Las encuestas sobre uso del tiempo muestran, en diversos países, una repartición profundamente desigual del tiempo que invierten las mujeres y los hombres en la atención del trabajo doméstico no remunerado y el trabajo de cuidados, tanto hacia personas menores de edad como personas con discapacidad y personas adultas mayores. La naturalización de las labores domésticas en el cuerpo de las mujeres continúa sosteniendo una serie de dinámicas de discriminación al interior de los hogares, reproduciendo, de manera desproporcionada respecto a sus pares masculinos, una explotación de las energías vitales y el tiempo de éstas. Dicha dinámica suele producir un empobrecimiento económico mucho más recrudecido para ellas, pues, al invertir la mayor parte de su tiempo y energías en este trabajo no reconocido, se ven impedidas para avanzar en otras oportunidades laborales, lo cual se traduce en ingresos económicos bajos o nulos, y en relaciones de dependencia frente a sus parejas.
Es evidente que, ante la ausencia de autonomía económica, la autonomía sexual se vea comprometida. Es decir, no pocas mujeres, en relaciones heterosexuales, se mantienen con sus parejas porque no tienen la libertad económica para irse. Además, como si esto fuera poco, es necesario preguntarse: si la mayor parte de las energías están puestas en el trabajo reproductivo y de cuidados que debe asumirse con recargos, ¿cuándo queda tiempo y energías para el placer erótico? Desde la segunda década del siglo XX, la pensadora soviética Alexandra Kollontai exploró la relación entre el disfrute de la sexualidad y la explotación laboral. Más de un siglo después, esta discusión continúa vigente.

Resulta curioso que la era del algoritmo y de las aplicaciones de citas coincida con la era de la reducción de los encuentros sexuales, como señalan estudios múltiples. La realidad sobre los cambios generacionales en el comportamiento sexual podría ser mucho más compleja de lo que se cree. Aun cuando la estadística de encuentros sexuales en generaciones anteriores fuese más alta, no significa que haya sido más placentera, sobre todo para las mujeres. No hace ni tres décadas que la uróloga australiana Helen O’Connell documentó por primera vez en la historia la anatomía completa del clítoris. Es decir, desde hace muy poco tiempo, las mujeres hablan con mayor libertad de placer, de autonomía sexual y de deseo.
Así las cosas: resulta evidente que la vivencia del deseo debe pasar por un equilibrio de poder en el uso del tiempo. Si habitamos sociedades cansadas, como afirma el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, ¿cómo hacemos entonces para repartir el cansancio y el placer por igual? En ese sentido, el desequilibrio en el uso del tiempo reproduce una desigualdad profunda de poder también en términos de placer: tener tiempo para el sexo. Es decir, la represión también pasa por elegir limpiar la cocina antes que desordenar la cama. Muchas veces, sin embargo, esto último no es una elección, sino una estrategia de sobrevivencia frente a la sobrecarga física y mental, en mayor medida para las mujeres que enfrentan responsabilidades de cuidado y crianza (no sólo en absoluta soledad, sino también frente a la vigilancia hostigadora de los mandatos de la maternidad) o cuando la tenencia de pareja no implica una repartición de tareas, sino que, al contrario, exige aún más energías y tiempo por parte de las mujeres.
Sobre la violencia
¿Cómo va a ser posible concentrarse en el placer de un encuentro erótico, si es necesario estar alerta por si resulta violento? Las estadísticas de violencia sexual y feminicidio en Latinoamérica confirman que no es casual que las mujeres sientan miedo. Y el miedo es antierótico por definición. En cualquier encuentro sexual es de vital importancia que todas las personas involucradas se sientan seguras, con condiciones de detenerse y de irse si así lo desean. Como señala la escritora colombiana María del Mar Ramón, para comprobar el consentimiento sexual no basta con la ausencia de un no, es requerido un deseo entusiasta. Y ese deseo requiere un clima de seguridad y de equilibrio de poder.
Ante la experiencia de violencia sexual, es normal que el cuerpo se reprima como estrategia de autodefensa o como expresión de resistencia frente a los límites que fueron irrespetados y violentados. Pero haber sobrevivido a la violencia no tiene por qué determinar toda la dimensión de la sexualidad. Si la persona desea explorar su deseo, también tiene derecho a hacerlo al margen de haber vivido una experiencia traumática, tal y como lo reivindica la cineasta francesa Virginie Despentes. En otras palabras, para algunas personas, la vivencia de un encuentro sexual deseado también puede ser una oportunidad para sanar recuerdos dolorosos. Es decir, el buen sexo también cura porque invita a la conexión erótica desde la libertad mutua frente a otro ser humano, y porque libera al placer del miedo social que lo contiene.
En resumen, las formas estructurales de la violencia impiden una vivencia honesta de la expresión erótica y allí tienen una responsabilidad particular los hombres heterosexuales, especialmente aquellos que insisten en la etiqueta #NoTodos: reconocer el privilegio histórico en que han ejercido sus experiencias sexuales y procurar encuentros íntimos centrados en la escucha y el goce mutuo, no en el falocentrismo.

En conclusión, las estructuras de la represión erótica parecen seguir gozando de buena salud. Por supuesto, la lista anterior no es exhaustiva: existen formas amplias de expresión de estos mecanismos que continúan modelando las posibilidades eróticas de las sociedades. Es necesario reconocer que estas formas de represión han afectado en mayor medida a las mujeres y que los estudios sobre la brecha del orgasmo, mayormente expresada en encuentros heterosexuales, así lo demuestran. La dimensión sociológica del placer también debe ser abordada para comprender el peso de las narrativas sociales y de las estructuras culturales sobre el ejercicio de la intimidad, pues de no ser nombradas estas formas de control, vigilancia colectiva y violencia sexual, no es posible dilucidar los alcances de estos mecanismos represivos.
La sexualidad, el erotismo y el derecho al goce también pueden ser un camino de reflexión sociológica que permita identificar que las formas más íntimas de libertad se encuentran profundamente vinculadas con el ejercicio de todos los derechos humanos. Asimismo, este examen no sólo permitirá conocer que la repartición desigual en el uso del tiempo también afecta de forma desproporcionada las experiencias de placer, sino que todos los cuerpos son capaces de sentir y de ser deseables, pues al deseo no hace falta merecerlo: el deseo habita el cuerpo por el hecho de existir, y es un signo de estar con vida.
El camino de la represión erótica ha dejado mucho dolor y sufrimiento en todas las sociedades a través de la historia. Tomar conciencia de ello e intentar repararlo es una responsabilidad colectiva que debe ser abordada desde la equidad del poder en la cama, la escucha, el consentimiento entusiasta y el goce recíproco. Al final, siempre es posible transitar otros caminos, de preferencia el del orgasmo.
Referencias
- Despentes, V. (2007). Imposible violar a una mujer tan viciosa. En Teoría King Kong. Editorial Melusina.
- Han, B.-C. (2024). La sociedad del cansancio. Herder.
- Kollontai, A. (1931). La mujer nueva y la moral sexual. Madrid: Ediciones Hoy.
- O’Connell, H. (1998). Anatomical Relationship Between Urethra and Clitoris. The Journal of Urology.
- Ramón, M. (2019). Coger y comer sin culpa. El placer es feminista. Editorial Paidós.
- Slimani, L. (2018). Sexo y mentiras. La vida sexual en Marruecos. Cabaret Voltaire.
- Socióloga, especialista en género y sexualidades. Universidad Nacional (UNA), Costa Rica. ↩︎
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