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Déjanos caer en tentación

Por: Daniel Ochoa Rodríguez

Todas las promesas caben en el mundo sagrado, y todas las transgresiones, en el terrenal. El diálogo entre una divinidad venerada y una cultura que la venera termina por concretarse en el cuerpo, ese terreno donde se despliega una competencia por la energía sexual de los individuos. Al final, no resta sino admitir una suposición inquietante: lo erótico y lo sagrado abrevan de la misma fuente.

Por: Daniel Ochoa Rodríguez 1

I. Dos episodios religiosos y un interludio pornográfico

En 1999, Stanley Kubrick dirigió su última película, Ojos bien cerrados, basada en un libro de Arthur Schintzler que lleva por título Relato soñado (1926). Como sucede a menudo, la fama del documento original fue rebasada por el filme, que sería especialmente recordado por una serie de escenas visual y simbólicamente pasmosas desarrolladas rumbo a la mitad de la trama. Dicho episodio tiene lugar al interior de una mansión, donde un grupo de personas celebran un evento cuya indefinición da la película un tinte enigmático muy característico. No queda claro —y, en específico, la trama se afana en no esclarecerlo— si se trata de un ritual, una fiesta con tintes religiosos, una francachela o, cuando más simple, un encuentro sexualmente exuberante organizado por un magnate. Pese a esta indeterminación, se despliegan tres escenas que por momentos hacen fusionar al ámbito erótico y al religioso por uno de sus flancos más compatibles: la experiencia sublime.

El primer momento transcurre cuando Bill, el personaje principal, llega a una mansión lujosa donde encuentra un ambiente muy particular. No sólo porque al tenerse que portar una máscara todo el mundo se vuelve anónimo, sino porque todo se mueve más lento, como si el tiempo corriese a una velocidad distinta y cayera sobre los cuerpos un manto invisible de pesadez. Su arribo ocurre precisamente cuando se está desarrollando una suerte de ritual, presidido por un hombre ataviado con una túnica roja y una máscara dorada. Lleva un báculo en una mano y un incensario para sahumar el ambiente en la otra. El individuo se desplaza al centro de un círculo formado por once mujeres que acatan determinadas instrucciones con la sola percusión del báculo en el suelo: arrodillarse, adoptar una posición de plegaria, desnudarse. La música es relevante, pues se trata de una letanía cristiana, cantada en lengua rumana, pero ejecutada al revés.2 La arquitectura asume también un papel medular. El sitio está ornamentado copiosamente con elementos que evocan al arte mudéjar: yesería con motivos arabescos, arcos canopiales y polilobulados, capiteles mocárabes. Sin duda, el instante está plagado de religiosidad.

Imagen 1: Fragmento de la película Ojos bien cerrados.

En un segundo momento, el personaje comienza un recorrido por varias habitaciones donde se está celebrando una orgía. Aunque dura poco más de dos minutos, es quizá la parte más recordada, y dado que la escena se filma casi siempre en primera persona, la película invita al espectador a fundirse con el personaje. Pronto nos damos cuenta, al transgredir diferentes ambientes, que sólo hay dos tipos de participantes: los que están practicando algún tipo de estimulación sexual y los que simplemente observan (voyeurs). Nadie parece inmutarse por el paso de la cámara, cuestión que da al personaje cierta noción de invisibilidad. Un apunte más: casi sin advertirlo, la letanía cristiana se ha intercambiado por un cántico hindú.

Finalmente, el tercer momento ocurre cuando el personaje es descubierto y conducido hacia la sala principal donde le espera algo parecido a un tribunal. Aparece de nueva cuenta el hombre de rojo, que anteriormente oficiaba el ritual, pero que ahora participa en calidad de juez. Todas las miradas se dirigen hacia Bill, cuya humillación más grande es tener que desenmascararse y mostrar su verdadero rostro. Y no es para menos, pues ser la única persona sin máscara entre una multitud de enmascarados es como estar desnudo en medio de una calle transitada. Por supuesto, como en todo momento donde hay religiosidad, hay sacrificio: una mujer, que a lo largo de la estadía del personaje intenta disuadirlo de permanecer en la fiesta, ofrece su vida con tal de salvarlo, intercambio que termina por aceptar el juez, no sin amenazarlo severamente y expulsarlo del lugar.

II. Un pacto de obscenidad

En secreto, más de una persona me ha confesado que esa escena se ha vuelto una de sus fantasías eróticas. No me resulta extraño, para ser franco. Ignoro si la escena está intencionalmente cifrada, pero tiene los símbolos precisos para convertirse potencialmente en la quimera sexual de cualquier persona moderna. Vamos por partes.

En el mundo moderno —me refiero particularmente a Occidente y sus formas de organización desde el liberalismo clásico—, se ha construido al individuo a partir de los frutos que ofrece el ejercicio de su libertad (económica, política, de pensamiento). Esta condición termina por cifrar, como parte inherente de su persona, el éxito de las obras emprendidas. De este modo, los logros, tanto como las omisiones, no son sólo cosas que le “ocurren” al individuo: son el individuo. No es que la persona moderna desprecie la libertad, pero añora ese estado en que toda la responsabilidad para conformar su individualidad aún no recaía exclusivamente sobre sí. Con tantas posibilidades presuntas al alcance de la mano —y, consecuentemente, tantas formas de fracasar en cada una de esas posibilidades—, el peso de construir a la persona moderna se vuelve, sencillamente, aplastante. Bajo estas condiciones, resulta irresistible alguna manera de pausar el tiempo, y aunque sea por un instante, salir de sí, suprimir al individuo, volatilizar el peso de ser una persona moderna. Disolver de algún modo a la individualidad es, en sociedades modernas, una búsqueda potencialmente adictiva, además de convertirse en uno de los placeres más fuertes que se puedan experimentar. Eso explica el gusto especial por lugares oscuros, como los cines o lugares de baile; o aún más, la inclinación a las drogas que cunde en las sociedades donde predomina un liberalismo ya avanzado, pues sus efectos devienen en una suerte de evasión de la realidad. Específicamente en el ámbito erótico, perder la identidad y diluirse en un colectivo se vuelve un fetiche para mucha gente.

En el caso de la película, no queda más que comenzar por notar el hecho de las máscaras. Se trata de la vía más eficaz para ocultar al individuo, cuyo efecto inmediato es el anonimato.3 Por eso las escenas en primera persona parecen volver invisible al personaje. Además, algunas personas (las que desempeñan un papel activo) interactúan exactamente al revés que en la vida cotidiana, pues se tapan la cara, pero se descubren el cuerpo. Más que una traslación del centro de pudor, es una invitación a relacionarse de manera distinta: mientras el rostro se mantiene en privado, los genitales se vuelven la parte pública, inversión que provoca otro tipo de comunicación a la acostumbrada. Aunque los gestos faciales y las palabras se extinguen casi por completo, quedan intercambios carnales, miradas lascivas y performancia de cuerpos: tres elementos que terminan por configurar una suerte de lenguaje.

La escena de la orgía agrega otros elementos interesantes, comenzando por la música que satura el ambiente con un ritmo indio tradicional. Desde el ambiente físico —varias cosas recuerdan a las representaciones de Las mil y una noches—, el orientalismo que se pretende evocar no es trivial. La sociedad occidental ha mirado con exotismo en muchas ocasiones a la arquitectura y la pintura hinduistas, cuyo despliegue erótico adquiere un tinte especialmente conmovedor en un contexto donde cunde una sociedad, si bien liberal, de herencia cristiana.4 La decoración navideña a lo largo de toda la película acentúa este contraste: son personas “atrapadas” en la cultura occidental que buscan una fuga momentánea dejándose tentar por un orden alterno. Entre el extrañamiento y la fascinación, el individuo moderno nunca es indiferente frente a otras formas de erotismo, y aunque las contempla y las añora, difícilmente las practica. Eso ocurre con el personaje, quien presencia la orgía, pero no participa activamente de ella.

Imagen 2: Escultura hinduista de Krishna, encarnación de Visnú, en un juego erótico con las golpis (pastoras).

La noción del tiempo, por otro lado, juega un papel importante. Cuando el personaje inicia su paso por diferentes habitaciones, nos percatamos de que sólo hay cuerpos que se leen como “perfectos”: estilizados, jóvenes, blancos. No hay indicios del paso del tiempo, pues no hay huellas de vejez ni decrepitud. Tampoco hay obesidad ni cuerpos famélicos. Todo parece estar suspendido en un momento, cuestión que se refrenda en la lentitud que se advierte en los movimientos. Mircea Eliade hipotetizaba que los rituales tienen, entre otras funciones antropológicas, la de dirimir los efectos del tiempo, es decir, hacer sentir a los participantes como si el tiempo se suspendiera por un momento, pues suelen evocar a un episodio mítico en que todo era perfecto —él lo llama in illo tempore—. Sin sufrimiento ni penurias, todo se vuelve gozo. Es un instante perpetuo que asemeja al paraíso.

En términos de la experiencia del espectador, poco afecta que las causas de la ceremonia nunca se revelen. Lo importante es que reúne los elementos necesarios para ser percibida como un ritual: hay solemnidad, jerarquía y comunión, pero sobre todo hay purificación, sacrificio y éxtasis. Se instaura un orden, no por erótico menos religioso. Al poner al sexo como eje central de un rito colectivo, la ceremonia configura una negación a la tradición espiritual abrahámica, que carece de este tipo de prácticas, además de volverse hacia otras tradiciones en que el sexo se liga abiertamente a la religión. Eso explica que, durante la fiesta, todo se ejecuta a la inversa de lo acostumbrado, desde detalles tan sencillos, como la música que se toca durante el acto inicial, hasta la estructura general del evento, que comienza con la purificación y culmina con el desenfreno —al contrario, por ejemplo, de la Semana Santa celebrada en algunos países católicos, cuyas vigilias están precedidas por un carnaval—.

Por otro lado, la ceremonia también prescribe una crítica al occidente liberal efectuada desde el erotismo. En una organización social donde cada vez más necesidades se resuelven en el ámbito privado (la salud, la educación, la gestión del riesgo), la traslación al ámbito público de uno de sus actos más íntimos plantea una transgresión contundente. Frente a la propiedad privada, tan venerada y casi sagrada en una sociedad liberal, el goce se formula como un proyecto colectivo: el placer de uno se vuelve placer de todos. Durante la orgía, todo se vuelve común, incluso el cuerpo. Así, el erotismo niega al individuo y propone una comunión de cuerpos. Si se entiende este pacto de obscenidad —aún más, si se acepta—, entonces se ha logrado uno de los resultados esperados: disolver al individuo en el placer.

III. Placeres divinos

La cultura ajusta la energía sexual del individuo a una estructura, la somete a reglas y le impone un lenguaje. En ese sentido, las restricciones que la religión impone a las pulsiones sexuales no son una mera banalidad, son una invitación a formar parte de un esquema colectivo: un pueblo, una raza, una nación. El erotismo es, por ende, un proyecto cultural. Y no hay cultura que no esté hecha para perdurar. De tal suerte, lo erótico sólo puede descifrarse si se lo entiende como un medio y no como un fin, es decir, si se lo trata como una forma de ordenar a la sociedad: al coordinar el placer y el deseo de sus integrantes —encauzarlos, identificar sus límites—, se termina por perseguir la supervivencia de sus esquemas culturales. El erotismo es, entonces, también continuidad. Quizá en el fondo nunca ha buscado otra cosa.

Al dar un paseo por la gama extensa de posibilidades en que lo religioso ha ajustado las formas del erotismo, no queda sino aceptar que todo pudo ser siempre de otro modo, desde las prohibiciones hasta las nociones de pureza. Llama la atención, sin embargo, por qué la tradición espiritual abrahámica niega con tanto empeño a la promiscuidad, al adulterio o al placer colectivo —y por qué las personas del Occidente moderno experimentan un placer tan grande al transgredir esas proscripciones, como en el caso de la película—. Acaso la respuesta esté unas líneas más atrás: es una manera de asegurar la continuidad de un proyecto. Como confirma la historia, sobreviven las formas culturales exitosas, que, desde luego, no son forzosamente honradas, cómodas o gentiles, pero sí efectivas. A la cultura no le importa ser justa, le importa perdurar. En todo caso, su noción de justicia está a merced del esquema que mejor se ajusta a su necesidad de persistir, pues toda cultura está fundada en un imperativo de sobrevivencia.

Imagen 3: Cristo representado completamente desnudo, atribuido a Miguel Ángel.

Para entender al cristianismo hay que comenzar por examinar la relación que finca con el cuerpo, su verdadera innovación. La intensidad de la experiencia corpórea, desplegada en su lado más violento, fue una de las claves de cara a la gran revolución religiosa de la fe cristiana: lo divino, ese concepto casi ininteligible y misterioso que hasta entonces los judíos ni siquiera podían nombrar, se volvió experiencia sensible. Así, Dios no entró por la razón: entró de lleno por el cuerpo. No sólo algunas personas pudieron testimoniar la encarnación de Dios, y sobre todo su sacrificio, sino que por muchos siglos siguió sintiéndose vívidamente su presencia a través del cuerpo de los seguidores, sea a partir de las privaciones, el dolor, el cansancio del trabajo o algunos sacramentos.5 Sería impreciso decir que el cristianismo hace del cuerpo una religión, pero la experiencia corporal se vuelve fundamental en la constitución del dogma. No se olvide que la verdadera herejía de Cristo frente al judaísmo fue llevar al mundo físico algo que era puro lenguaje: “el verbo hecho carne”, reza un proverbio célebre.

Un cuerpo joven, hermoso, desnudo, pero también derrotado y frágil, aparecerá por todos lados a partir de entonces. No demoro en llegar al punto: hay más erotismo en la figura de Cristo crucificado que en cualquier otro símbolo producido en Occidente. Se trata, por supuesto, de un erotismo velado, aunque profundamente efectivo. El cristianismo se funda en el sacrificio de un hombre y en el martirio de su cuerpo, que fue desnudado, violentado y humillado públicamente: la pulsión sexual en su lado más crudo que, no satisfecho con el sometimiento, busca el sufrimiento del cuerpo ajeno. En la experiencia del dolor de otro hay una satisfacción inmediata, no por breve e inconfesable menos vívida: conocer cómo reacciona un individuo ante el dolor no suscita menos morbo que apreciarlo desnudo. Eventualmente, la experiencia del dolor se vuelve acto de solemnidad, un recurso socorrido por diferentes formas de religiosidad. Como apunta Susan Sontag, la contemplación del sufrimiento del otro está arraigada en el pensamiento religioso, que vincula al dolor con el sacrificio y a éste con la devoción.

Imagen 4: Vista posterior del Cristo de Brunelleschi, también representado desnudo.

Una de las grandes empresas desde los inicios del cristianismo será construir un cúmulo de sensaciones para reforzar la experiencia sensible. La eucaristía y el crucifijo: dos ejemplos de cómo los símbolos y rituales cristianos se encargan de que el sensualidad regrese siempre a la imagen de Cristo, que actúa como un gran imán que confisca la energía sexual y la devuelve en raciones limitadas.6 Muchas facetas de la estética cristiana son severas y violentas, pero igualmente sensuales, porque la agencia del cuerpo, ese elemento en que se funda y despliega su camino, necesita que sus emociones sean excitadas constantemente. Y aunque el rito lo colma de sensaciones, también restringe y castiga sus desatenciones, particularmente la que más puede vulnerar al proyecto: el deseo sexual. Dicha proscripción parece ser un mecanismo de supervivencia de la religión cristiana, como si, consciente de su innovación, estuviese también consciente de aquello que más la amenaza.

Particularmente en el cristianismo se practica un comercio del placer: el dolor corporal y la culpa se imponen al goce físico y la lujuria. El intercambio podría parecer injusto si no fuera porque, de acuerdo con la tradición, la muerte violenta de Cristo fue en beneficio de los humanos, así que resta una deuda por saldar. El sacrificio da gravedad a la restricción y la vuelve un trato presumiblemente justo. Si bien ninguna secta cristiana ha proscrito por completo al sexo —hacerlo sería condenarse a desaparecer—, se han impuesto reglas más o menos rígidas para practicarlo. Desde muy temprano en la historia del cristianismo, San Pablo alabó al celibato como una forma de encauzar el deseo sexual, incluso más prodigiosa que el matrimonio. Pero, más allá de los argumentos morales que se han construido en torno a la pureza del cuerpo y del alma, pareciera como si el dogma, al proscribir ciertas prácticas (promiscuidad, adulterio, sodomía, homosexualidad) tuviese la convicción de evitar que la energía sexual de sus integrantes se derroche inútilmente —usé el verbo derrochar, que recuerda a uno de los ejes centrales de la reforma protestante, en que Lutero condena el despilfarro económico—. Dicha condición abre cierto paralelismo con el budismo tántrico, que en la práctica ritual del coito interrumpido (específicamente, la suspensión de la eyaculación) evita desperdiciar la energía vital, además de considerar a la retención del semen (shukra) como un vehículo hacia la iluminación, pues conserva y transforma la energía espiritual.

Imagen 5: Cristo representado desnudo, en la Catedral de la Sagrada Familia, Barcelona

En todo proyecto, las fugas de energía y de atención son desde luego peligrosas. A propósito de las debilidades del cuerpo, pero también los deslices que suscita el deseo, Simone Weil, filósofa judía, conversa al cristianismo, dice: “la carne es peligrosa en la medida en que se niega a amar a Dios, pero también en la medida en que se entromete indiscretamente en ese acto de amarle”. Sin tomar en cuenta el erotismo implícito, su aserción alude al cuerpo como un obstáculo para lograr el amor divino, como si el placer corpóreo estuviese en competencia directa con el acto de amar a la divinidad —mejor aún: como si el cuerpo y la divinidad contendiesen por la atención del individuo—. Más tarde, la filósofa reafirma el comentario al decir que el misticismo auténtico es aquél que “dirige a Dios la facultad de amor y de deseo, cuya base fisiológica está constituida por la energía sexual”. Aunque su argumentación tiene otro propósito, termina por dar un testimonio revelador: el deseo sexual es visto como un recurso sustancial para asegurar la supervivencia del dogma cristiano. De ahí la necesidad de evitar su derroche, pues dilapidarlo conduciría a un amor menos encendido hacia la divinidad. Quizá eso explica el elogio, aparentemente infundado, de San Pablo a la castidad.7 Algunos siglos después, San Agustín comentará, en De sancta virginitate, “no es virgen santa la que no se casa, sino la que se consagra a Dios con cuerpo y alma. La que es virgen para casarse con Cristo”. Apenas es necesario decir que la idea de un matrimonio metafísico es, aunque desvaído, un despliegue erótico. De nuevo: un retorno del erotismo a la imagen de Cristo.

Frente a la noción de lo sagrado, el individuo regula el deseo, no para coartar los goces de su cuerpo, sino para confiscar —encausar, transformar— tanto su energía como su atención, y asegurar la persistencia de una idea, pero, sobre todo, del proyecto que se enarbola a partir de ella. Entre el individuo y el placer de su cuerpo, el dogma cristiano impone lo divino, y no al revés, como temía Weil. No es la shukra del budista o el orgasmo del cristiano lo que está en disputa, es su atención —acaso ese mismo principio motiva las modificaciones corporales de otras culturas, como la ablación africana del clítoris, la circuncisión judaica e islámica o la implacable subincisión varonil australiana—. Regreso al argumento: en términos antropológicos, ningún gozo puede pasar por alto a la cultura en que se crea —dicho de otro modo: todo placer, que no coadyuve a construir un proyecto cultural, se vuelve banal, cuando no completamente ilegítimo—. En términos cristianos, lo erótico y lo sagrado abrevan de la misma fuente, el cuerpo, así que la fe reclamará celosamente el privilegio de su atención.

IV. Déjanos caer en tentación

Rumbo a 1620, un centenar de puritanos con tendencias calvinistas cruzó el Atlántico a bordo del Mayflower para llegar a América, una tierra que, por su novedad, parecía llena de oportunidades: riquezas para los ambiciosos, recursos naturales para los poderosos, tierras para el imperio. Mientras unos quisieron encontrar abundancia en el nuevo mundo, los puritanos prefirieron valorar sus ausencias, pues se trataba de una tierra libre de todos aquellos vicios y corrupciones que, desde su perspectiva, atosigaban al viejo mundo. Lejos de las persecuciones por parte de los anglicanos, que veían al puritanismo como una amenaza para la estabilidad del imperio inglés, los puritanos encontraron un lugar donde fundar su tierra añorada. Para convalidar su conquista, los colonos redactaron el Pacto del Mayflower, que, antes de aludir al rey, daba cuenta del éxito del cristianismo, evaluado en función de su expansión: “Habiendo emprendido para la gloria de Dios, y el avance de la fe cristiana y el honor de nuestro rey y patria, una travesía para plantar la primera colonia en las partes norteñas de Virginia…”. En efecto, la revolución de Cristo había sobrevivido más de un milenio y medio, y no había muestra más patente de su triunfo que llegar al otro lado del mundo, a las tierras aisladas de América, apenas desbrozadas por la mente europea.

De entre las claves del éxito vertiginoso del cristianismo a lo largo de los siglos —las formas de organización económica que motivó, los procesos políticos que suscitó o las jerarquías que justificó—, se encuentran las regulaciones de la vida sexual que lo acompañaron por todos lados donde transitó. Muy temprano en la historia cristiana de América, los diarios de John Winthrop, primer gobernador de Massachussets, reflejan la observancia estricta de las conductas sexuales por parte de los puritanos y el castigo consecuente de los comportamientos considerados como desviaciones: dos sirvientes azotados por adulterio, un hombre asesinado por bestialidad con una vaca, un joven ejecutado por masturbarse, una mujer condenada a muerte por perfidia y ulterior concepción fuera del matrimonio. En alguna medida, la historia sexual de Occidente sigue marcada por estos condicionamientos, que, en consecuencia, han conformado el marco y la agenda de muchas reivindicaciones del siglo pasado y del que corre. Pero, curiosamente, no resulta extraño que en el mismo Estados Unidos, pese a su herencia puritana, hayan germinado varios procesos que han hecho frente a las restricciones sexuales tradicionales: el movimiento LGBT, la pastilla anticonceptiva, las protestas del 68, la teoría de género o la notable tradición crítica desde la academia y el periodismo. El país americano fue la primera nación realmente moderna. La crítica lo hizo nacer y probablemente lo acompañará hasta su desaparición —aún más: quizá sea su causa—.

Quién sabe de qué modo siga evolucionando la sexualidad antes del ocaso del mundo moderno, aunque, al hacer una lectura del erotismo en el occidente actual, parece que sus reformas han ido en una dirección similar al liberalismo económico y político, sobre todo por la atomización de los esquemas colectivos rumbo a la individualización del deseo, el derribo de las barreras que impiden un orden espontáneo para celebrar la sexualidad y el cuestionamiento de cualquier autoridad tradicional que se interponga entre el cuerpo y su placer. Pese a eso, no estoy seguro de que haya sido completamente una ruptura con el cristianismo (Iván Illich, el divino anarquista, conjeturaba que la modernidad no era otra cosa que una perversión del dogma cristiano). Uno de los fundamentos de esta sospecha es que las aproximaciones al cuerpo (eje central en ambos proyectos, el cristiano y el moderno) no parecen tan disímbolas: las estructuras discursivas, las emancipaciones, las metáforas para aludirlo, las nociones similares de pureza e higiene, la inclinación a excitarlo constantemente.

En fin, tampoco sabemos exactamente a qué tentaciones se refería quien acuñó la frase “no nos dejes caer en tentación” —la oración se atribuye al propio Cristo—, pero no es difícil suponer que aludía a todos aquellos deseos que habitan al individuo (codicia, mezquindad, lujuria, poder) y que lo orillan ejercer determinadas conductas, como el libertinaje, el robo, la usura y, en última instancia, el olvido de la divinidad. Bajo la coyuntura en que una religión nueva estaba emergiendo, la frase cobra todo su sentido, pues un límite siempre se impone para dar estabilidad a las formas: silueta de una idea, contorno del pensar. Las restricciones sexuales de las religiones nos enseñan que el erotismo es una herencia, antes que una experiencia personal. La cultura es colectiva, pero sobrevive en el individuo y abreva de su energía. Por brotar de un proyecto cultural, el deseo es idéntico a algún recuerdo que, aunque se profese como propio, es casi siempre prestado: por eso una vida y un cuerpo no bastan para agotarlo.


  1. Escritor y editor. ↩︎
  2. El estribillo de la oración dicta: “Un nuevo mandamiento os doy: dijo el Señor a sus discípulos”. Se trata de un fragmento del evangelio de Juan (13:34). La parte central de la letanía continúa: “De este santo lugar, los adoradores, los misericordiosos y los benefactores, roguemos al Señor por la misericordia, la vida, la paz, la salud, la salvación, la visita y el perdón de los pecados de los siervos de Dios”. La reversión de la letra y la ulterior traducción fue elaborada con ChatGPT. ↩︎
  3. Curiosamente, un juego infantil recurrente es fingir a ser invisible, por ejemplo, al ocultarse detrás de una cortina. Ver sin ser visto es siempre una fuente gozo. ↩︎
  4. Por ejemplo, la palabra chudai, muy difundida en la industria del cine erótico y pornográfico, tiene su origen en la lengua hindi y hace alusión de forma vulgar a la actividad sexual. ↩︎
  5. Según el relato cristiano, diez de los once apóstoles de Jesús, responsables de la expansión del cristianismo, fueron también martirizados —digo “once” porque Judas Iscariote, después de traicionar a Jesús, se suicidó según los relatos—. Llama la atención cómo la tradición, además de dirigirlos hacia todas direcciones, configura un repertorio de muertes violentas: a Pedro lo crucifican al revés en Roma, a Bartolomé lo desuellan en Armenia, a Andrés lo crucifican en forma de equis en Grecia, a Felipe lo lapidan en Hierápolis. De algún modo, la imagen de Cristo se disemina en otros personajes, se diversifica su martirio y, así, logra su continuidad. ↩︎
  6. En ese sentido, el sacramento del matrimonio es otro caso explícito: al ser el medio para consumar el acto sexual de forma legítima, hace vigilante a la divinidad de la vida sexual. Eso explicaría por qué hay una efigie de Cristo en el lecho conyugal de algunos hogares. ↩︎
  7. No desprecio el razonamiento brillante de Karl Marx, quien argumentaba que el celibato era una forma de perpetuar la riqueza entre los dirigentes de la religión, pero, evidentemente, San Pablo hacía esta petición mil años antes de instaurarse el celibato entre los sacerdotes, e incluso muchos años antes de que el cristianismo se consolidase como una religión en forma. En los tiempos de San Pablo, la forma primitiva del cristianismo seguía siendo una herejía. ↩︎

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