Muchas cosas se esconden detrás del amor romántico y sus formas —a menudo intransigentes— de normar la sexualidad: poder, control, riqueza. En esa circunstancia aparece la teoría queer, un conjunto de ideas, propuestas y debates destinados a cuestionar los perfiles de una presunta naturalidad, no menos que a un orden muy asimilado en la sociedad actual.
Por: Gustavo A. Santana Jubells 1
El origen
En el siglo XIX, la Modernidad inventó una forma nueva de amor: el amor romántico. Esta forma de amar era muy útil para la nueva sociedad que estaba apareciendo: exaltaba la individualidad y el sentimiento, una forma como otra cualquiera de compensar la racionalidad científica y el racionalismo exacerbado que estaban también tomando las riendas en ese momento. Y además tenía un efecto muy interesante que no era otro que quitarle al sujeto el control sobre la propia sexualidad, poniendo su fundamento en una serie de principios abstractos que escapaban a su capacidad de intervención. El sexo se convirtió en amor y éste empezó a depender de medias naranjas, príncipes azules, trenes que se pasan de estación y músicas emotivas que ambientan la reconciliación de una relación que está en peligro y que se visualiza cabalgando por una playa hacia el horizonte en la puesta de sol.
Y así, desde el siglo XIX, en el occidente industrializado primero, y en el resto del mundo después (con la globalización que tuvo su primera versión moderna por la misma época mediante el colonialismo), los humanos vamos “buscando” el amor, como si fuera una realidad externa a nosotros que nos sale al paso cuando alguien o algo lo decide, y sobre lo que no tenemos capacidad de decisión. Aunque en otros momentos de la historia parece que se han intentado proyectos similares, como el amor cortés en la Francia medieval del siglo XII, las herramientas y tecnologías aplicadas a la imposición del amor romántico han sido tan exitosos que han conseguido lo que pocos proyectos culturales han podido lograr: la naturalización de este ideal. Hoy aceptamos que esta es la forma “natural” de amar y que es algo dado por nuestra naturaleza. Eso significa que no se puede cuestionar, que es evidente, que es lo “normal”.
Definir de esta manera el amor tiene sus problemas porque, como toda definición, aquello que no entra dentro de la misma queda fuera (en este caso, quedar fuera es ser considerado como no-natural y, por tanto, enfermizo). Es algo anormal, abyecto. Y así, por arte de creación e intervención cultural, y como puso en evidencia Michel Foucault, aparece un sujeto normal, que curiosamente se define frente al anormal, al que no sigue los dictados de la naturaleza, al que es pervertido, vicioso, corrupto, despreciable, y que debe ser primero tratado como enfermo y luego como criminal. Ese sujeto que no se adapta a lo normal, a las normas, tiene dos opciones: se oculta bajo un manto de aceptación o se arriesga a ser censurado y sufrir las consecuencias del control social que, en el caso de la modernidad, no vienen del cotilleo de los vecinos de un pueblo pequeño, sino de las herramientas que las ciencias, nuevas religiones todopoderosas que establecen dogmáticamente qué está bien y qué no, ponen al servicio de un Estado que tiene como principal misión asegurar la normalidad y que todo el mundo pase por el aro para que el propio sistema siga funcionando.
Lo normal
El amor romántico es la fundamentación intelectual de la sexualidad en la Edad Contemporánea. Todavía hay gente —mucha, por no decir la mayoría—, que dice que no se debe tener sexo sin amor. Ésta es una frase muy repetida en que, además, nadie se detiene a pensar en lo difícil que es definir al sexo y al amor. Sin embargo sí que parece que tenemos varias cosas claras. Lo primero es que ese sexo y ese amor deben ser cisheterosexuales, coitocéntricos y finalistas, y que está encaminado a la procreación. Estoy retrotrayéndome al origen de todo, a cómo se impuso un modelo relacional y sexual que estuvo vigente en su plenitud al menos desde principios del siglo XIX hasta casi finales del XX, y cuyos coletazos aún vivimos. ¿Será que no se ha ido del todo?
La naturaleza nos había dividido en hombres y mujeres con unas características concretas, y había sido así desde el principio de los tiempos. Poco importaba que Aristóteles hubiera dicho que sólo existía un sexo, el del hombre, y que las mujeres eran hombres a medio desarrollar. Pero claro, el filósofo naturalista de la antigüedad no tenía a su disposición la biología, disciplina cuyo mayor logro es catalogar a los seres vivos. Tampoco tenía a la medicina moderna, que lo único que ha hecho es intentar convertir el arte de curar en una ciencia, proyecto que ha fracasado porque la gente sigue teniendo la fea costumbre de morirse, a veces con gran sufrimiento producido por esa misma disciplina.
El hecho es que el amor romántico siempre es entre un hombre y una mujer, que se materializa en el coito penetrativo, nada de cunnilingus ni de penetración anal, que ésas son perversiones. Y la finalidad debe ser procreadora. Cualquier antropólogo malpensado que viniera de Melanesia a las ciudades industrializadas europeas del siglo XIX podría llegar a pensar que esto tenía que ver con la producción de mano de obra barata para las fábricas, pero seguro que se habría equivocado: nadie podría ser tan perverso como para convertir la vida en una mercancía.
Nuestro antropólogo melanesio se habría dado cuenta, sin duda, de que ese amor romántico dejaba fuera de su radio de acción al hecho de que dos mujeres se acostaran y mantuvieran una relación, o cuando un hombre penetraba a otro hombre en un callejón cualquiera de un Londres nebuloso, fruto del humo de las fábricas, mientras Jack el Destripador lucía de carnicero dos calles más allá. Paradójicamente este auge del amor romántico y de esta actividad sexual normalizada vino acompañada de un recrudecimiento de la mal llamada moral burguesa o victoriana. Este sistema de valores era aplicado especialmente a las clases altas y, más que estar dirigido a una forma correcta de relacionarnos, tenía el propósito de garantizar que la descendencia fuera del dueño de la empresa para dejarle su fortuna…no fuera a ser que le dejara la fábrica al hijo de otro.
Cualquier otra actividad sexual era considerada abyecta y enfermiza; por tanto, merecedora de intervención gubernamental para ser erradicada. Sobre todo había que evitar que se extendiese y contaminase al resto de la sociedad. Homosexuales, travestís, voyeurs, transexuales, transgéneros, sadomasoquistas, onanistas, fetichistas de todo tipo fueron examinados, catalogados y organizados según grados y perversiones. Freud encontró aquí un filón para poder explicar el origen de todo: el deseo de matar a nuestro padre para agenciarnos a nuestra madre. A su vez, Richard von Kraff-Ebing escribió su Psychopatología sexualis en 1886, inaugurando la sexología como una herramienta más para asegurar la forma normal de sexualidad que no es sino la forma correcta del amor romántico.
Aparición de lo queer
Avanzando, avanzando, y con pequeñas variaciones, esta visión de una sexualidad normativa avalada por una visión idealizada e idealista de las relaciones entre hombres y mujeres llegó hasta mediados del siglo XX, cuando, en 1969, se produjo la conjunción de varios elementos: el verano del amor, la revuelta de Stonewall que dio origen al movimiento LGTB,2 la aparición del feminismo radical, la llegada a la luna, la primera comunicación entre dos ordenadores separados por 500 kilómetros (hecho que comenzó la era del internet), etcétera. Demasiadas cosas para un solo año: demasiadas para ser casual. La hipótesis que planteamos es que en ese año cristalizaron muchísimas líneas de tensión que estaban gestándose anteriormente, produciendo, en el mundo occidental, el cambio de una sociedad industrial basada en la producción a una sociedad basada en los servicios. Este cambio no fue sólo productivo, sino también ideológico y cultural. La primera píldora anticonceptiva, comercializada en 1960, empezó a allanar el camino, pero no fue sino hasta el final de esa misma década cuando este cambio cuajó, dando lugar a lo que se llamó “la revolución sexual”. Curiosamente, y aunque el movimiento de liberación LGTB se enmarcó en este proceso, lo que caracterizó a este momento fue la pretensión de ser aceptados por la sociedad, de ser “normales”.

Aunque las prácticas sexuales se fueron abriendo un poco, el amor romántico persistió y demostró una capacidad adaptativa sorprendente. Los gays y lesbianas, ya no considerados enfermos, ni medicalizados, ni siendo tratados con choques eléctricos, siguieron reclamando vivir su historia de amor. Y cuando esa normalidad se consiguió, parece que la mayor aspiración se convirtió en tener hijos y formar esas familias ideales —aunque nadie quería pensar realmente que seguían practicando sexo anal—.
En el fondo no se produjo una crisis del modelo de amor romántico que se concretaba en una sexualidad determinada, sólo se reajustó para que entraran aquellos que más podían adaptarse al modelo. Esta redefinición, como otras, dejó a muchos fuera. Y aquí fue donde apareció lo queer. Hay acuerdo común que fue la pandemia del sida de los años ochenta el elemento aglutinador que dio origen y conciencia a todos los grupos que se consideraban excluidos de una sexualidad normativa. Cuando tus amigos y amantes comenzaban a morir, y parecía que a nadie le importaba, todos los pervertidos se organizaron y movilizaron, tomando conciencia de que la sociedad los ignoraba. El término queer originariamente significaba en inglés “torcido”, “no recto”, “raro”. Se atribuye a John Sholto Douglas, Marqués de Queensberry, el primer uso de la palabra queer en el sentido que tiene actualmente: “maricón”, “bollera”, “trabelo”.3 Lo hizo en una carta que refería evidentemente a Oscar Wilde, a quien acusó de sodomía por tener una relación homosexual con su hijo. El escritor terminó en la cárcel y la palabra acabó por ser el peor insulto que se podía decir a una persona, especialmente un hombre, porque dudaba de su sexualidad normativa.
En los años ochenta, el movimiento que apareció a la sombra de la pandemia del sida cogió el término queer y, en un magistral giro de apropiación del insulto, lo usó como bandera. Se podría afirmar, por tanto, que gay y queer no son sinónimos, sino dos versiones a distintos niveles: uno está aceptado por la sociedad y otro no.
¿Existe lo queer?
Tal vez lo primero que habríamos de señalar es que “lo queer” no es un movimiento uniforme o monolítico —de hecho, dudaría en llamarlo “movimiento” siquiera—. Queer es todo aquello que no entra dentro de lo normativo establecido a nivel sexual por la sociedad contemporánea. En términos de esa misma sociedad, sería lo anormal, lo enfermizo, lo pervertido, lo corrupto, lo asqueroso, lo vicioso: todo aquello que es censurable por aquellas personas de bien, que no dudan en explotar a sus trabajadores y que giran la cabeza ante los que mueren de hambre o no tienen casa, pero que se dan golpes de pecho en las iglesias los domingos y votan por los neonazis nuevos de derechas.
No es posible, por tanto, dar una definición de lo queer salvo ésta: “aquello que, a nivel sexual, está excluido de lo socialmente aceptado”. Podría decirse que lo que diferencia a lo queer de lo vivido durante principios del siglo XX, e incluso del siglo XIX, es que las personas agrupadas bajo esta categoría ahora son capaces de elaborar un discurso, de hablar y de expresarse: de contestar —y de manera muy contundente— a quienes censuran su sexualidad y su forma de amar no normativa. Es lo que se ha llamado “teoría queer”, que realmente no es una teoría al uso o algo que desconcierta enormemente a los normales, sino un conjunto de autores, herramientas, planteamientos y reflexiones, a veces excluyentes y a menudo inconexas, pero que hacen una reflexión sobre la acción que las personas queer realizan sobre sus cuerpos y sobre sus vidas.
En los últimos años, en un proceso de apropiación de lo queer por parte de la normalidad, se ha intentado limitarlo a una cuestión estética: varones vestidos de mujer con una barba frondosa, ropajes alternativos, personas transgénero, etcétera. Es una forma de domesticación que quiere hacer con lo queer lo mismo que hizo con el movimiento LGTB: domesticarlo, quitarle su elemento contestatario y cuestionador. Pero no ha conseguido lo primero y esperemos que tampoco lo segundo. Estamos viviendo un retroceso en todos los derechos sexuales y reproductivos, y se está imponiendo nuevamente el amor romántico como forma de relación, que se expresa en una sexualidad cisheterosexual coitocéntrica finalista. Lo de la reproducción ya no es tan importante, pues el capitalismo tiene las fábricas en el tercer mundo pagando miserias a trabajadores que no le importan. La producción de fuerza de trabajo barata ya no es tan importante. Ahora lo importante es la producción de consumidores. Algunos dicen que ésta es una visión demasiado negativa, que las cosas no son así, que todo va por el camino de la aceptación. Que se lo digan a Samuel Luíz Muñoz, asesinado a patadas a grito de “maricón” en La Coruña, España, en 2021, justo durante la Semana del Orgullo LGTBI. Judith Butler, una filósofa de renombre mundial y una de las autoras fundamentales de la teoría queer, comienza el apartado de agradecimientos de su último libro, ¿Quién teme al género?, publicado en 2024, con estas palabras: “Quiero dar las gracias en primer lugar al joven de la mochila que interpuso su cuerpo entre el atacante y yo, recibiendo los golpes que iban dirigidos contra mí en el aeropuerto de Sao Paolo”. El motivo de la agresión no era otro que el hecho de pensar, de ser filósofa —¿y de ser queer?—. La creencia de que sólo hay una forma de amar y una sola forma de sexualidad (que es la normal y que cualquier disidencia o diferencia de ese modelo merece recibir violencia) tiene en sí misma una contradicción que la invalida. Algo extraño debe haber en un modelo de amor que emplea al odio ante lo que es diferente…por si alguien no lo ha captado todavía, lo queer es eso diferente y el amor romántico cisheteronormativo es lo que emplea la violencia.
- Antropólogo y docente. ↩︎
- Nota del editor: respecto a estas iniciales, en América hispana es más común encontrarlas como LGBT, posiblemente por su cercanía geográfica con Estados Unidos, donde se acuñó (lesbian, gay, bisexual, trans). En España, no obstante, son más comunes las iniciales LGTB. Se ha optado por respetar el término con que el autor se expresa originalmente. ↩︎
- Nota del editor: en América hispana, las dos últimas palabras enlistadas son poco comunes. Bollera es un término despectivo, que hace alusión a una persona lesbiana. Por otro lado, la palabra trabelo, también despectiva, se usa para hacer alusión a una persona trans. ↩︎
Nota: todas las imágenes del artículo fueron obtenidas del sitio web de Pexels y los créditos autorales corresponden a Anna Shvets [@shvets.ai].