Convergencias entre lo erótico y lo sagrado se acusan en varias expresiones culturales: un templo hinduista, una estatua africana, un rito pagano de fertilidad. La experiencia erótica en el judeocristianismo, sin embargo, ha sido menos abierta, además de estar cargada de impuestos como la culpa, el pecado o la impudicia. Pero son prodigiosas las contradicciones, y a veces lo más erótico resulta ser, de igual modo, lo más sagrado.
Por: José Gilberto Castrejón Mendoza 1
El juego alternativo del interdicto y la transgresión en la experiencia del erotismo: a propósito de la obra de Georges Bataille
Es criminal matar a la víctima
porque es sagrada…
pero la víctima no sería sagrada
si no se le matara
(René Girard, La violencia y lo sagrado).
En términos de lo que podríamos denominar “la política de los cuerpos”, entendida como ese conjunto de relaciones de poder sobre estos, el erotismo emerge como un fenómeno pocas veces estudiado en comunión con lo sagrado y las religiones. Es sin duda Georges Bataille uno de los pensadores que exploró ese vínculo entre el erotismo y lo sagrado. Así, Bataille (2003) nos dice: “El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia, de la violación” (p. 21). En este sentido, si el erotismo necesita un cuerpo para manifestarse, ¿en dónde radica su poder transgresor? Quizá en que siempre está más allá de lo que realmente se piensa, a la vez que resulta una experiencia que trastoca ciertos límites (interdictos) que los seres humanos tienden a imponerse. Toda actividad erótica conlleva, de una u otra forma, a la violencia, y esta última forma parte esencial de la experiencia de lo sagrado, de la vida religiosa.
Bataille distingue tres tipos de erotismo: a) “erotismo de los cuerpos”, esa materialidad simbólica que hace aparecer a un cuerpo como algo más, un trastorno que seduce a quien lo mira; b) “erotismo de los corazones”, aquél vinculado al amor divino —el éxtasis de Santa Teresa de Ávila o los cánticos de San Juan de la Cruz dan cuenta de ello—, ese éxtasis propio de la experiencia mística; y c) el “erotismo de lo sagrado”, la fiesta, la orgía, el sacrificio, donde entran en juego cuerpos que son violentados en ritos de iniciación u ofrenda, propios de las religiones arcaicas. En este sentido, todo aquello que pueda decirse sobre el cuerpo no alcanza a agotar lo que realmente es. Cabría aquí considerar también que, si ha de emparentarse al erotismo con experiencias como lo sagrado, habría que atender a lo que Gilles Deleuze (2009) comenta a propósito de Spinoza: “lo que es acción en el alma es también necesariamente acción en el cuerpo, y lo que es pasión en el cuerpo es también necesariamente pasión en el alma” (p. 28). Así, experiencias tan exorbitantes como la erótica y la religiosa contienen un germen efusivo en que el ser humano desgasta energía y trastoca ciertas partes básicas de la cartografía humana: “La experiencia interior del erotismo requiere, en el que la vive, una sensibilidad no menos grande para la angustia, que funda el interdicto, que para el deseo que conduce a infringirlo. Es la sensibilidad religiosa, que liga siempre al deseo y al pavor, al placer intenso y a la angustia” (Bataille, 2003, p. 43). En este sentido, el erotismo y la experiencia de lo sagrado convergen, pues corresponden a una dimensión fundamental del ser humano: forman parte de una experiencia interior, esa experiencia hacia adentro, ya que todo acercamiento al erotismo y lo sagrado es una experiencia personal dada su capacidad de alcanzar al ser humano en lo más íntimo. Ambas experiencias discurren en la dialéctica de lo prohibido y la transgresión, donde los cuerpos están en juego.
El erotismo transgrede los límites que el ser humano se impone; pero, a su vez, la posibilidad de transgredir esos límites le ofrece la oportunidad de acceder a un mundo donde puede descubrir “sus poderes más ocultos”. De nuevo: “El terreno del erotismo es esencialmente el terreno de la violencia, de la violación” (Bataille, 2003, p. 21). Con la transgresión a la ley, la violencia le es dada en su propia naturaleza. Si el erotismo es la trasgresión de los interdictos que el ser humano se impone, ¿la transgresión supera al interdicto? Lo hace en la medida que, al desobedecer a la ley, opera la libertad, y cabe mencionar que sólo es sagrado aquello que es objeto de un interdicto. Aquí se encuentra el vínculo entre el erotismo y lo sagrado. Transgredir es enfrentarse a la angustia que implica violar los interdictos, situación que para Bataille está vinculada a la formación de las religiones, no sólo arcaicas. Si bien el mundo profano es el de los interdictos (ya que el apego a la ley es impuesto), el mundo sagrado se abre a transgresiones ilimitadas: es el mundo de la fiesta, de los soberanos y de los dioses. El cristianismo mostraría su repugnancia hacia la transgresión, hacia la ruptura de la ley, a pesar de que sus propios interdictos provengan o sean la causa de esa posibilidad que la transgresión le vino a dar. De este modo, lo sagrado tiene una vinculación con el interdicto y, por tanto, aquello que es el objeto de un interdicto llega a ser sagrado (parábola meramente cristiana, a pesar de que, en ciertas religiones —en ritos como la fiesta, el sacrificio, la orgía, etcétera—, se alcanzaba el punto culminante de la actividad religiosa en el momento que se daba a dichas realidades un sentido donde se “confunden” el interdicto y la transgresión, por ejemplo: a partir de la transgresión de los cuerpos en el sacrificio). Aquí se encuentra también el mundo simbólico del erotismo, pues el juego del interdicto y la transgresión es más claro en este ámbito.
En el sacrificio (actividad fundamental incluso en el cristianismo), tomado como rito, el erotismo y la experiencia divina suelen confundirse. La víctima y los asistentes acceden a una revelación, a un secreto del ser; sin embargo, en el mismo rito, si hay exposición de los cuerpos o si hay orgía, éstas corresponden a un aspecto sagrado del erotismo. Cabe señalar que el erotismo de los cuerpos seduce, pero el de los corazones llega a la más honda sensibilidad: es la plena libertad. El acto de amor a la divinidad y el sacrificio de la víctima revelan el valor de la carne. Con la violencia del sacrificio, el cristianismo suprimió el erotismo de los cuerpos e instauró una paradoja: “el acceso a lo sagrado es el Mal”, y el Mal se instaura en el cuerpo, en la carne. ¿Será así que un Cristo crucificado es una imagen erótica? “Aquí, cabe recordar que el desarrollo y naturaleza del erotismo no es en nada exterior al ámbito de la religión, aunque precisamente, y de cierta manera, religiones como el cristianismo, oponiéndose al erotismo, han condenado a la mayor parte de las religiones. En este sentido, la religión cristiana es quizás la menos religiosa” (Castrejón, 2003, p. 20).
El siguiente texto pretende ser una ilustración del vínculo entre el éxtasis religioso y el erotismo, a partir de la violencia que conlleva el repudio a la carne, al cuerpo, como el mundo por antonomasia del erotismo en un contexto específico de la vida religiosa: el cristianismo.
El erotismo no hubiera podido acceder a esta verdad fundamental, reflejada en el erotismo religioso, es decir, la identidad del horror y de lo religioso. La religión, en su conjunto, se fundamentó en el sacrificio. Pero solo un interminable rodeo ha permitido acceder al instante en el que, visiblemente, los contrarios aparecen vinculados, donde el horror religioso, reflejado, como sabemos, en el sacrificio, se vincula al abismo del erotismo, en los últimos sollozos que solo el erotismo ilumina [Bataille, 2000, p. 249-250].
Bibliografía
- Bataille, Georges (2003). El erotismo. Tusquets editores.
- — (2000). Las lágrimas de eros. Tusquets editores.
- Castrejón Mendoza, J. G. (2003). El erotismo como experiencia vinculada al orden de lo sagrado. Dikaiosyne, no. 11, 11-22.
- Deleuze, G. (2009). Spinoza. Filosofía práctica. Tusquets editores.
El gran cuerpo animado de dios
¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dexaste con gemido?
Como el siervo huiste
Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando, y eras ido.
(San Juan de la Cruz)
Castieri estaba convencido de que los apetitos del cuerpo minaban los del alma. Su celda tenía una pequeña abertura que daba hacia un sitio donde oía voces que lo reconfortaban. «Dios está afuera», se repetía cada vez que dejaba de escucharlas. Sus enemigos habían sido piadosos con él, así que le permitieron tener tinta y papel, y algo de luz filtrándose durante el día. Su proceso había sido arduo y prolongado. Se le acusaba, entre diversos cargos, de ser defensor de la orden de “Los Pies Descalzos”. La mayoría de sus conocidos lo abandonaron desde el momento en que sus revelaciones se volvieron más frecuentes e intensas. Castieri no lamentaba su estado: creía que su condición era una prueba más que su Amado le ponía en el camino.
«La lucha no es interna, ésta se realiza con el exterior, mas sólo afuera es donde te he de encontrar, y entonces seremos Uno», pensó Castieri. A él aborrecía mirar su cuerpo desnudo. Le horrorizaba la desnudez de cualquier tipo, tanto como el placer y la lujuria que descubría en los rostros de algunos monjes cada vez que los niños del convento se bañaban. De ahí su creencia de que el cuerpo era una degradación del alma, su desecho más vil e impuro.
Las ideas que tenía sobre Dios las expresaba a todas voces. «Yo sí he sentido la presencia de Él, mi Amado, y es como una pequeña muerte que le viene a uno desde afuera y se queda adentro, en la morada donde habita éste: nuestro ser, el que será sólo Uno con Él», les dijo a sus inquisidores en uno de los tantos interrogatorios. Lo habían capturado en una congregación de “Los Pies Descalzos”, la arteria de adeptos que propugnaban el cultivo espiritual mediante la contemplación del “Gran Cuerpo Animado de Dios”. La orden afirmaba que el alma debe salir en busca de Dios, pero el cuerpo la encadena a una vida terrenal y, atada a la tierra como una raíz, no hace más que degradarse con los apetitos de éste. Por esa razón, el éxtasis, cuando es corporal, resulta abyecto, impuro. En la orden creían, además, que Dios era sólo espíritu y que su presencia extasiaba: alma y Amado debían conjugarse. El cuerpo se le había dado al hombre como castigo, así que la vida sólo era una transición hacia Dios, y quien la desperdiciaba escuchando las voces malignas de su cuerpo sufría una caída que muchas veces resulta definitiva. Castieri no padecía las torturas como todos los condenados. «Los dolores del cuerpo no los siente el alma», solía decirse en cada sesión con los inquisidores.
Castieri escribía siempre de pie, mientras la poca luz iluminaba su celda. La vez que decidió escribir, fue cuando un joven que cantaba en la calle lo sacó de su trance. Era una canción popular que relataba los artilugios de las esposas florentinas para retener a sus maridos: «si eres portador de mi amor sin freno, y haces del mundo una morada, no huyas más de tu amada, y enciende mi lecho cual fiel trueno…». Sí, ahí estaba la respuesta: el verdadero éxtasis espiritual en la comunión con Dios, una llama encendida en los senderos del alma. Castieri comprendió que cualquiera de sus enemigos podría encerrar su parte impura, mas su alma encontraría a su Amado, ese “Gran Cuerpo Animado de Dios” del que hablaba la orden de “Los Pies Descalzos”, escribiría odas de amor para Él, y en algún momento, Éste acudiría.
Cada semana lo llevaban a confesar a las cámaras de tortura. «Di que te arrepientes de tus pecados, así el Señor te perdonará y podrás morir en paz», le decía Salvieti, su inquisidor. Castieri callaba, aunque, de vez en cuando, de su boca se oía un simple murmullo, unas palabras para Él lanzadas al aire. «El santo padre ha sido piadoso contigo, pero todo tiene un límite. Me ha pedido que ponga fin a tu proceso lo antes posible, mañana tu sentencia será dictada», concluyó Salvieti.
Castieri fue trasladado a su celda. Las indicaciones eran precisas: por ser quizá el último día de su vida, se le permitían ciertos privilegios, pero sólo en su celda. Al llegar a ésta le pareció escuchar de nuevo aquella voz que lo había inspirado cuando supo que la total comunión con Dios era sólo espiritual. Recordó lo que ella le había dicho de su primera experiencia mística: «Le vi en las manos como un dardo de oro largo, y en la punta parecía tener un poco de fuego. Sentí que se metía varias veces por mi corazón y que me llegaba hasta las entrañas. Al sentirla fuera de mí, y otra vez entrar, sentía que me llevaba consigo, dejándome extasiada por un amor grande hacia Dios. Era tan grande el dolor, pero más el deleite, que me hacía dar aquellos quejidos. Era tan excesiva la suavidad que, aunque sintiera un grandísimo dolor, el deseo de seguir sintiéndolo no podía quitárseme… No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar en algo el cuerpo…yo diría que mucho».2 Él no estaba de acuerdo con esto último. «El cuerpo no participa, y si lo hiciera, entonces no es una experiencia mística —se dijo—. Si Dios viene y te toca, lo hace en el alma. Su cuerpo es sólo espíritu».
Castieri no tenía miedo a su veredicto. Lo que más le inquietaba era que sus revelaciones lo habían abandonado, además de todas esas noches de penitencia pensando en lo que llegó a conocer con ella, Francesca del Piero. Recordó aún su relato: «a los quince años fue mi experiencia mística. Yo ya había perdido la fe, pero esa experiencia me hizo decidir tomar el hábito: ahí, arrodillada frente al altar de Cristo mirando su rostro ensangrentado, su cuerpo desnudo y vigoroso, aún al borde de la muerte, sentí un placer sobrenatural que me envolvió todo el cuerpo con delicias inconfesables. Pensé que Dios mismo estaba presente en mí, y Cristo había sido la vía, el ‘dardo de oro largo’, que me guiaría hacia el Señor. Poco después descubrí delicias parecidas cuando comencé a conocer mi cuerpo y, finalmente, cuando perdí la virginidad con el hijo del capataz de mi padre. Ambos creíamos amarnos desde pequeños. Lo que yo sentí la vez de mi experiencia mística no me ha sucedido de nuevo. Lo más cercano a eso fue al estar con el hijo del capataz. Yo de todos modos tomé el hábito». La presencia de Francesca siempre había inquietado a Castieri: la forma en que lo miraba, el aroma que despedía, muy distinto al de la mayoría de las monjas. Ella nunca lo había abandonado, aun en su estado de inmundicia presente.
—Veo que aceptas con resignación tu destino, querido Pierre —escuchó decir a una voz que venía de la abertura en la puerta de su celda. Sí, era Francesca.
—El Gran Cuerpo de Dios está animado, se acerca cada vez más a mí, no te imaginas lo que siento —mencionó Castieri poniéndose de pie y tomando sus manuscritos—. Toma, te doy estas letanías y cantos de mi prueba de amor hacia el Señor, confío en que harás buen uso de ellos.
—Lo haré, tú sabes que sí, pero dime: ¿te refieres a eso de lo que hablan los de la orden de ‘Los Pies Descalzos’? —preguntó ella.
—Sí, según las experiencias místicas de la mayoría, éstas involucran al cuerpo, dicen sentir un placer parecido al sexual o, en algunos casos, como el tuyo, una transverberación;3 mas no es ése el camino hacia Dios. Me convencí después de lo que tú intentaste mostrarme. El enemigo lo trae cada quien, en la carne. La lucha es con esa parte impúdica que tenemos.
—Mi querido Pierre, aún no entiendes lo que quise decirte cuando estuvimos juntos. Yo ya no era virgen, tú sí. Y lo sigues siendo de cierta manera. Es necesario conocer ambos placeres, los del alma y los del cuerpo. Somos ambas cosas. No hay más. Si Dios desciende por nosotros, también lo hace por medio del cuerpo: conocer a Dios no es privarse de lo que es la vida carnal y sus delicias, Cristo también las padeció.
—¡Mientes! Dios no puede acceder a nosotros por medio de la carne, esa es la parte más vil del hombre.
—¿Vil? Mira nada más tu reacción cuando acerco mi mano hacia a ti. Eres como todos los monjes que conozco. No saben ocultar su deseo, y lo disfrazan con su aparente continencia.
—¡Eres la encarnación del mal! —dijo Castieri alejándose—. Un súcubo maligno. ¡Guardia, la hermana se retira! Espero ardas como lo haré yo.
Francesca del Piero se fue. La celda de Castieri volvió a sumirse en la total oscuridad. Éste sólo recordaba el aroma de Francesca, el roce de su piel cuando tomó los manuscritos, ese deleite que sentía su cuerpo al recordar aquella vez en que fueron dos náufragos divinos, posados sobre una de las islas que Dios guarda no sólo para sí mismo. Entonces, una señal inmunda hizo presa de él.
Al otro día, la sentencia se dictó estando presente el condenado. En el acta que escribió el inquisidor Salvieti se daban detalles sobre el porqué Castieri no había muerto en la hoguera: “Después de dictar la sentencia, el acusado se arrepintió de sus pecados y pidió clemencia. Ninguno de los ilustrísimos hermanos objetó en que se cumpliera su última voluntad, la Santa Iglesia siempre será piadosa. Pierre Castieri murió a la manera de un suplicio chino, esto es, cercenamiento en pedazos”. Lo cierto es que nadie sabrá lo que Castieri sintió en su muerte prolongada. Después de la visita de Francesca, recordó las palabras de San Pablo sobre que la muerte es la última batalla que emprende el alma con el cuerpo en su camino hacia Dios. Decidió, así, acabar poco a poco con aquella parte despreciable de sí mismo, avanzar lentamente hacia un alma pura, antes de la llegada de su Amado.
- Doctor en filosofía de la ciencia, investigador en el IPN. Autor de los libros: Erotismo y religión en Bataille (2011), Estudios cruzados sobre Foucault (2014) y El acto de crear presencia (2014). Sus intereses se centran en la filosofía de la ciencia, la literatura y la didáctica de la física. ↩︎
- Adaptación del relato de una experiencia mística de Santa Teresa de Ávila. ↩︎
- La transverberación es una experiencia mística que, en el contexto de la religiosidad católica, ha sido descrita como un fenómeno en que la persona que logra una unión íntima con Dios siente traspasado el corazón por un fuego sobrenatural. ↩︎
Nota: La imagen de la portada fue obtenida del sitio web de Pexels y los créditos autorales corresponden a Michel Meuleman [@mime].